En Manta la impresión que causa una casa sin
fachada es la de una casita de muñecas abierta para poder ver en su interior
los restos del desordenado juego en una niña de 5 años. Todo lo que nos
esforzamos por obtener para darnos el confort de la vida cotidiana resulta fría
chatarra sin personas que utilicen ya los estropeados aparatos.
Recorrímos
la carretera hasta Manta Emilio y yo, Emilio es un
compañero de la carrera de comunicación de la universidad que se ofreció a
acompañarme en el viaje para tomar
las fotografías y Justine un compañero de clases de Emilio que vive en Manta,
lugar que a doce días del terremoto es una mezcla de escombros, casas bien
paradas y cientos de edificios rasguñados y cercenados de las más diversas formas.
La actitud en las calles es diligente, las personas quieren volver a levantar
sus negocios, literalmente. En “la poza” un terreno baldío bastante grande,
pero que el sol y el polvo lo hacen nada acogedor, los mercaderes de Tarqui
esperan a la comisaria para empezar a montar improvisadamente sus locales
comerciales. Ya quieren empezar a trabajar otra vez y en la zona donde lo
hacían es prohibido el paso.
Nos acercamos con actitud periodística a El
Hotel Oro Verde es la base de operaciones del gobierno en Manta. Hay militares,
representantes del MIES, MIDUVI y otros organismos gubernamentales organizando
e informando a quien lo necesite. Nos guían a los albergues situados en el
Colegio Emilio Bowen y el Colegio Manta. Vamos primero al Manta y me asombra la
quietud. El centro de la ciudad era un caos que todo el mundo trata de
reconstruir con los materiales que encuentra, convirtiendo casas en un collage
dadaísta de posguerra. En el Colegio Manta hay paz o tedio, no estoy segura,
pero relucen en él, cientos de carpas puestas en hileras donde duermen 103
familias, 350 personas aproximandamente, porque las cifras cambian tanto que ya
nadie se molesta en contar y recontar.
Llegamos
a la hora del almuerzo y me acerco a la fila para conversar. Un grupo de mujeres
me cuenta sobre lo que han pasado y lo primero que me asombra es saber que
necesitan ropa interior. Me golpea una necesidad en la que no había pensado, la
gente seguramente no ha donado ropa interior porque parece antihigienico, pero
en esta situación es o calzones ajenos (bien lavados sería optimo) o nada. Llevan
varios días sin usarlos. Me cuentan que comparten tarrinas entre toda una
familia, faltan platos, detergente, pero en general están bien. El albergue
propone llevar los servicios a la gente, tienen tres comidas, turnos para la
ducha y sobretodo un lugar seguro donde dormir, pero además servicios médicos,
psicológicos y pueden tener hasta un esporádico entretenimiento con obras de
teatro organizadas por voluntarios. En ese confinamiento todos se convierten en
una sola familia. Los adultos me cuentan que en las noches rezan y cantan.
El viaje me hizo pensar en toda la desinformación que había
respecto. Yo como la mayoría de los ecuatorianos, estaba totalmente
desinformada sobre lo que verdaderamente pasaba en Manabí casi dos semanas
después de haber sido afectada por un terremoto de 7.8 grados. Para mi
sorpresa, en las carreteras los vehículos circulaban con tranquilidad. No
encontré lo que me advirtieron: hedor, ladrones, réplicas, enfermedades contagiosas.
La tierra ecuatoriana es viva, la vegetación transpira una leve sensación de
alegría y optimismo que no dejo de notar. De regreso trato de imaginarme hasta
cuándo estarán estas personas en albergues, si las instalaciones que son su
hogar volverán a funcionar como colegios. Pienso en cuanto falta para que
logran superar su calidad actual de indigentes y volver a su vida normal.
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